LA PROEZA DE VIVIR

LA PROEZA DE VIVIR
Mira siempre con los ojos del niño que fuiste

domingo, 2 de mayo de 2010

SIN TITULO POR EL MOMENTO...


I


Eran poco más de las siete de la mañana cuando, mi tía, hermana mayor de mi madre entró como alma que lleva el diablo, sin ni siquiera llamar a la puerta, en la habitación de mis padres, y muy nerviosa y entre sollozos, les comunicó que había estallado la guerra en España.

La conmoción que causó la temida noticia no anestesió la metódica mente de mi padre, muy al contrario, pues no habían pasado ni cinco minutos cuando ya nos estaba reuniendo a todos en la cocina de casa René, una gran casa de campo al mejor estilo provenzal, que poseía el esposo de mi tía Cristal, y donde, recuerdo, estábamos, más que alojados, casi refugiados, desde hacía ya varias semanas.

El negocio familiar de mis tíos en aquellos tiempos era la cría y venta de caballos y algunos toros, además de tierras de labranza y algunos bosquecillos de pino mediterráneo y encinas, que solamente utilizaban en esos días para consumo propio. Jamás René llegó a comprar una sola estaca o tablón de madera, ni leña de ningún tipo: utilizaba la suya, como otras muchas cosas. Y aunque no eran estos tiempos propicios para tales explotaciones, ni para casi ninguna otra, la finca era, para casi todo, además de hermosa, autosuficiente.

Yo tenía 17 años y al recibir la orden sobresaltada y vigorosa de mi padre, bajé de inmediato y a medio vestir a la cocina. Sabía que algo grave ocurría. Al entrar estaban ya allí, sentados alrededor de la mesa mis padres y René, con los rostros apesadumbrados, mientras mi tía estaba de espaldas a ellos preparando su aromático café sin acertar a moverse con la soltura que acostumbraba. Me senté donde me indicó mi padre y al momento ella hizo lo mismo con la cafetera temblándole en la mano. Recuerdo que casi se vierte el café encima. Jamás la había visto tan nerviosa.

Mis tíos René y Cristal nos dijeron que no nos preocupáramos, que mientras no se solventaran los problemas en España podíamos seguir viviendo en su casa sin ningún problema ni compromiso, todo el tiempo que fuera necesario, sin límites, pues ahora regresar era además de peligroso una locura, principalmente para mí que estaba en una edad en la que, si la contienda se alargaba, difícilmente me libraría de que me llamaran a filas y, en consecuencia, de luchar en el frente. Mis padres callaban.

Ya hacía varios días que mi padre venía insistiendo, con vehemencia contra la opinión de todos los demás, incluida mi madre, en que regresáramos a Barcelona a terminar de resolver nuestros asuntos. Ahora pienso que él presentía que después sería casi imposible, pero en aquel entonces no terminaba de entender su tozudez. Mi padre que nunca había tenido un carácter retraído, apenas si hablaba a no ser para referirse al inminente conflicto de hermanos contra hermanos, vecinos contra sí mismos. La guerra siempre estaba presente en su pensamiento sin ningún distanciamiento. Recuerdo las discusiones con René al respecto, la gravedad de su gesto mientras buscaba las mejores palabras para explicarle la penosa situación en la que había tenido que dejar allí a los suyos muy en contra de su voluntad y la necesidad imperiosa de volver a por ellos. Pero nunca imaginó que no le quedaría tiempo. Posponer el enfrentamiento directo siempre es lo más fácil. Era él contra todos nosotros y sabía que teníamos razones de peso, aunque resultó ser él quien, en última instancia, la tenía toda. Pero en ese momento que se le veía roto, nos comunicó su decisión sin ningún reproche. Nunca lo olvidaré. Sopesando sus posibilidades y obligaciones, por el bien de todos, aceptó el ofrecimiento de mis tíos, para con nosotros. Él ya si viajaría a Barcelona, y de inmediato. Había temas de negocio que tenía que solventar y, además, no podía dejar sola a la abuela, su madre, a quien traería con él a su regreso a la Provenza.

“Cuida de tu madre”, me dijo momentos antes de subir al carrito tirado por caballos, que lo llevaría hasta la estación de ferrocarril. Mi madre y mi tía se quedaron llorando desconsoladas, René se despidió con un fuerte abrazo y se quedó mirando a mi padre mientras se alejaba, con la cara desencajada de preocupación. Mis tíos realmente nos querían: éramos todos una verdadera familia. Yo caminé al paso del carro mientras mi padre no dejaba de darme instrucciones respecto al comportamiento que debía tener con mis tíos y la casa. Me rogó, que no le hiciera quedar mal. Me dijo que estaba muy orgulloso de mí y que quería seguir estándolo, y en el límite de la finca, bajó del carro y me dio un abrazo que nunca olvidaré. Allí, de pie frente a mí, me dijo con tal solemnidad “te quiero hijo mío. No me olvides”, que tuve la certeza que él sabía que no nos volveríamos a ver nunca más. Erguido, giró su corpulento cuerpo sobre sus pasos, se volvió a subir al carro con decisión y siguió su camino sin volverse otra vez.
Yo regresé abatido, caminando pausadamente hasta la casa. René, mi tía y mi madre estaban otra vez en la cocina. Se oían los lloros de las mujeres y las palabras de consuelo de René… No les dije nada y me fui a mi habitación y me tiré pensativo y preocupado sobre la cama….

Hacía ya veinticinco días que se había marchado cuando recibimos una carta de manos de un transportista amigo de mi tío. Se la dio el capitán de un mercante procedente de Barcelona, que estaba atracado en el puerto de Marsella. Era de mi padre. Mi madre la abrió precipitadamente y empezó a leer en voz alta: “….Estoy ya ultimando mi trabajo en Barcelona, pero tenéis que iros, inmediatamente, antes de que el barco zarpe, a Marsella. El capitán es un íntimo amigo mío y socio. Él os entregará una maleta en la que hay un cofre con las joyas de mi madre, que son muchas, y dinero, el suficiente como para subsistir con comodidad durante mucho tiempo y para que ayudéis a René en los gastos de la casa. En la maleta también hay escrituras y otra documentación que tenéis que guardar muy bien, para poder reclamar nuestro patrimonio cuando todo esto acabe que, por cierto, no tiene pinta de terminar demasiado pronto..."
Mi madre paró su lectura y dijo con voz entrecortada: “perdonad, pero esto ahora ya es solo para mí”, y se retiró a su habitación. No pasaron ni dos minutos que oímos a mi madre llorar angustiadamente….
Mi padre era un ferviente republicano. No podía darle la espalda a los acontecimientos y se alistó en el ejército. No lo volvimos a ver. Murió en Roda de Ter, en la comarca de Osona, defendiendo sus propias convicciones.
Cuando nos informaron de la muerte de mi padre, mi madre ya estaba enferma. Hacía tiempo que había dejado de comer, nunca tenía gana. En pocos meses pasó a parecer otra. En menos de medio año no debía pesar más de 50 kilos aunque medía casi un metro setenta de altura. No lo soportó. Puedo asegurar sin temor a equivocarme, que murió de pena: sin mi padre… no quiso vivir…

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