LA PROEZA DE VIVIR

LA PROEZA DE VIVIR
Mira siempre con los ojos del niño que fuiste

lunes, 31 de mayo de 2010

SIN TITULO POR EL MOMENTO...








VI


Cuando todos se hubieron marchado, salí fuera y paseé deambulando por los alrededores un buen rato hasta que el viento que había reemplazado a la brisa enfrío mi ánimo. Todo era muy hermoso. Aunque una atmosfera turbadora circundaba la casa, disfruté con cada uno de mis nuevos descubrimientos. Desacostumbrado como estaba a gozar de tiempo ocioso empecé a preocuparme por las cosas que allí se podrían hacer. Organizador y expectante también reparé en otras construcciones más modestas, pero aquello era un palacio en el que me alegró descubrir unas antiguas caballerizas, que con poco esfuerzo y desembolso, se podían utilizar de nuevo. De inmediato pensé en traer caballos de Provenza para criarlos, como hacía mi tío René.
A unos doscientos metros de la construcción principal había una laguna de considerables dimensiones, rodeada de hermosos arboles entre los que destacaban unos vetustos sauces llorones. Al otro lado, se abría un pequeño bosquecillo de robles y encinas. En el estanque desembocaba un pequeño riachuelo deshilachado que nunca iría a parar a la mar. Sobre el pequeño pero antiguo puente románico que lo cruzaba, respiré el olor inmemorial de la tierra acre. Aquel era un lugar único detenido en el tiempo. Y era mío.
Una ráfaga de aire helado irrumpió amenazante, y devolvió a mis pulmones la memoria cercana de su convalecencia. Era un frío intenso, cadencioso y musical que me hizo regresar a la casa pensando cuán autentica y cuán honda era mi soledad.

La señora Ángeles y Nando no tardaron en regresar con el coche lleno de diversos víveres y viandas, algunas bebidas y otras cosas que se apresuraron en colocar y ordenar en la despensa, así como ropa de cama y abundantes mantas, pues estaba claro que la señora Ángeles estaba en todo. La casa ya iba caldeándose después de una ardua lucha para que las primeras ramas ardieran a tropezones. Yo me notaba cansado, no en balde estaba allí para recomponer mi mermada salud. Al verme ensimismado delante de la chimenea estirando hacia las llamas mis manos transparentes lanzó un suspiro inquieto y empezó a porfiar con los peligros del frío. Replicó en tono maternal que no había ningún problema si prefería hospedarme en el hotel, pero no insistió en las incomodidades de la gran casona. Volvió a la cocina y me dejó hacer en la biblioteca.
Dejé que el tiempo continuase entre las escaramuzas del fuego y las vitrinas de los incunables. La lectura de un voluminoso libro sobre heráldica me acompañó gran parte del mediodía, y para cuando me sirvieron una buena ración de pollo asado que se trajeron de la cocina del hotel, en una de las mesas de la biblioteca, con una botella de agua, otra de un buen vino tinto y otra botella de ron, yo ya estaba plenamente convencido de quedarme. Me lo dejaron preparado al detalle y una vez terminaron, me preguntaron si necesitaba algo más, pues querían regresarse todos de inmediato. Les dije “no hay problema, se pueden marchar”, casi sin levantar la vista del libro que me resultaba cada vez más interesante.
Oí displicente como Nando arrancaba el motor del coche y como se alejaba entre acelerones entrecortados. En unos instantes quedé solo, en el más absoluto silencio. Esta es la tranquilidad que realmente necesito, pensé sin originalidad. Solamente se escuchaba el chispeo de la madera al quemarse y el desplante del áspero papel al roce de mis dedos.

Aunque no recuerdo qué hora era, para mi estomago sin duda se había hecho tarde: tenía un hambre atroz. Me senté delante del pollo, que aunque ya estaba frío estaba muy bueno, y di buena cuenta de él entre trago y trago de vino. Cada vez me iba sintiendo más en mi casa. Después me tomé un café con un buen chorro de ron: la Sra. Ángeles había pensado en todo.
Me sentía satisfecho y me dirigí otra vez al lado de la mesa donde dejé el libro abierto en el punto donde lo había abandonado, sin olvidarme de la botella de ron ni de la copa que estaba apurando y a la que le eché otro buen chorro de licor.
Al mirar el libro me quedé sorprendido: parecía como si alguien lo hubiera ojeado mientras yo comía. Las páginas que mostraba no eran las mismas donde lo dejé. No era posible. En principio pensé que aquel ron debía ser más fuerte de lo que parecía, pero que en aquel punto fuera donde estaba escrito el origen de mi estirpe y nuestro árbol genealógico tampoco ayudaba a sacarme cuanto menos de mi asombro. Estaba estupefacto. Llegué a pensar que alguien me estaba gastando una broma. Alguien habría entrado en la biblioteca mientras yo comía sin que yo me diera cuenta. Pero no. No era posible. Yo seguía estando solo y nadie había entrado allí...
Me quedé un rato observando el libro, sin ni siquiera leer, intentando que mi mente asimilara aquel hecho tan extraño… Casi inconscientemente, fui volteando las páginas una a una, retrocediendo, hasta llegar al punto donde yo lo había dejado, pero no fui capaz de reemprender la lectura. Apuré la copa de ron y me serví otra que fui bebiendo a pequeños sorbos mientras me fumaba un cigarrillo, observando al mismo tiempo el crepitar de las llamas, sentado en un sillón frente la chimenea, aturdido. Me sentía cansado, pero no decidí irme a la cama pues pensé que me helaría en la habitación.
Estuve así un buen rato; sin que yo me diera cuenta el ron había desemponzoñado mi discernimiento hasta distraerme de mi anterior inquietud. Dejó de preocuparme el episodio del libro. Aquello habría sido seguramente fruto de mi aprensión en aquella casa. Había que desterrar esas estúpidas sensaciones.