LA PROEZA DE VIVIR

LA PROEZA DE VIVIR
Mira siempre con los ojos del niño que fuiste

domingo, 23 de mayo de 2010

SIN TITULO POR EL MOMENTO...

 


V

La señora Ángeles fue la primera en romper el silencio.  Mi desconcierto debía ser tan notorio en esos instantes, que no pudo reprimir una leve sonrisa de satisfacción. Con una  naturalidad aplastante que solo podían tener los lugareños acostumbrados a semejante construcción, se apresuró a decirme: “Pues bien señor Joan, aquí está la casa de sus antepasados”. Yo estaba mudo de asombro. Ante aquella fortaleza y oyendo las palabras de aquella sencilla mujer, sufrí una mezcla de sensaciones, entre sorpresa, admiración, orgullo, agradecimiento… La mañana era clara, radiante, esperanzadora, pero la atmosfera que envolvía la casa me heló la sangre.
    Salí del coche despacio, y me quedé un buen rato de pie observando la mansión y sus alrededores. Por lo visto no había hecho bien en olvidarme casi de informarme de todo lo referente a la finca Roldors, a la escritura y toda la documentación heredada, antes de llegarme hasta ella. Ni en sueños hubiera osado imaginarme que algo así me perteneciera.
    La señora sacó de una bolsa la llave: medía casi dos palmos, una bestialidad de llave, pero acorde al tamaño de las puertas de entrada. Ángeles le dio tres vueltas para lo que necesitó ayudarse con las dos manos. Para abrir la puerta tuvo que prestarle ayuda Nando: ella no podía con tanto peso. Entre tanto, yo me limitaba a observar. 
    La primera visión del interior de la casa me dejó casi sin respiración. La entrada era grandiosa, poco menos que una sala de baile de más de siete metros de altura. Enfrente, a unos tres metros de alto, había una especie de balconada con una balaustrada de mármol exquisita, hasta donde se accedía subiendo por unas generosas escalinatas de mármol rosa que tenía a ambos lados. Sobre el arco de la entrada destacaba el escudo de armas de los Arnau.
    Estupefacto, subí las escaleras en silencio. Desde ahí se accedía a las habitaciones por un amplio pasillo. La más pequeña de ellas no media menos de cuarenta metros cuadrados y había como veinte habitaciones en cada una de las alas. Al final de cada uno de los pasillos, se accedía a otras escaleras, menos ostentosas pero también  amplias, que daban a la tercera planta, donde había más habitaciones y otro sin fin de estancias cuyo uso me estaba por delimitar. En una de ellas, que llamó mi atención especialmente, había una escalera de caracol que daba a la parte más alta de la casa. Aquello ya a primera vista era un mundo por descubrir: y asi era efectivamente. Allí había tal cantidad de enseres, herramientas, baúles, muebles antiguos…, tal cúmulo de bártulos muestra de la larga y gran historia que encerraba aquella mansión, que enseguida supe que haría mío cada rincón de aquella maravilla costase lo que costase.
    La casa resultó que también tenía unos sótanos y unas bodegas increíbles por sus dimensiones y cachivaches, llenos de pasadizos interminables construidos, seguramente, en la época del apogeo del señorío, para ocultar bienes y defenderse de cualquier ataque, y que habían disimulado abriendo en la piedra armarios y corredores en los que mentalmente reviví el ajetreo, el movimiento y el trabajo que se debió realizar allí en otras épocas, desde hacía muchos siglos.

    Me sentí algo aliviado cuando Ángeles me devolvió a la realidad y me dijo: “Sr. Joan, ahora déjeme mostrarle lo mejor y más espectacular de esta casa”. No había reparado en que nos encontrábamos de nuevo en la entrada. La puerta entreabierta dejaba colarse la luz del sol en aquella espectacular sala. Desde luego aquella casa era magnifica. Nada más entrar, a la izquierda, me mostró que había otro pasillo de unos cuatro metros de ancho que llegaba hasta el final de aquella construcción rectangular. El corredor daba primero al comedor, del que para hacerse una ligera idea solo diré que su mesa, medía más de quince metros de largo por no menos de tres de anchura, y el resto de su mobiliario era igual de espectacular. Después del comedor estaba la cocina: jamás había visto cosa igual, inimaginable por su envergadura, pero obsoleta por lo antigua. A esas estancias seguían otro puñado más de habitaciones que sirvieron en su día de despensa, de almacén y, me imagino yo, que de algunas otras cosas más.
    Ángeles me guardaba la gran sorpresa para el final. Podría haberla elegido para empezar, pero me la reservó como plato fuerte. Y acertó por completo. Estábamos de nuevo en la misma entrada vetusta e impoluta que anunciaba inequívoca la majestuosidad de la masía, bajo el señorial escudo de armas  de mi familia, pero esta vez me pidió con una solemnidad que me sorprendió que accediéramos al ala derecha de la casa por otra puerta. Por el hueco de un hermosísimo gran portón mal cerrado que ya había llamado mi atención, vi, maravillado, sobre un libro de Plinio que descansaba olvidado sobre una butaca roída por el tiempo, un lente posiblemente plagiado a León X. Entramos, dejando atrás las demás estancias, hasta en mi memoria más reciente. Al contemplar aquello Nando me tuvo que sujetar para que no me desmayara. Era la biblioteca. Con una mesa un poco más estrecha, pero más larga aún que la del comedor; con tres mesas de despacho en el fondo; con ocho butacas colocadas estratégicamente frente a una chimenea de tres metros de anchura, donde parecían poderse quemar árboles enteros, y rodeada, toda la estancia, de cuatro hileras de vitrinas empotradas una junto a la otra, que aunque no llegaban hasta un techo abovedado de una altura de cuatro metros o más, superaban con facilidad la altura de un hombre; estanterías abarrotadas de libros de todos los tamaños y orígenes -allí había miles, millones de libros hubiera dicho a simple vista…. Más tarde, cuando ordené hacer recuento, descubrí que solo había una colección de ciento diecisiete mil volúmenes. Historia, arte, religión, literatura, filosofía… Podría pasarme el resto de mi vida y no conseguiría ni leer la mitad de lo que allí se guardaba-. Habían colgados con cadenas desde el techo, cinco grandes candelabros para iluminar suficientemente toda la sala, y lámparas de pie en los rincones más propicios a la lectura. Se aprovechaba la luz del día ganando diez ventanales situados en la parte superior derecha, a dos metros y medio del suelo, custodiados todos ellos por las vitrinas que contenían parte de la monumental biblioteca. Indagué discretamente en aquellos que estaban allí conmigo sin conseguir ningún dato de interés más que, en la parte izquierda, al final de la sala, se decía que había una puerta medio disimulada que daba a una gran habitación, que era la que decían que normalmente utilizaban mis antepasados para sus cosas. Toda aquella zona era la parte más privada de la masía, de uso exclusivo de los dueños y solamente a ellos no les quedaba vedado el secreto. Quizá allí fuese donde se guardaban los más íntimos enigmas de la familia, señaló con más acierto del que nunca hubiese imaginado la señora Ángeles...
    Hice memoria, esforzándome al máximo, por recordar si mi padre me había hablado alguna vez de asuntos que tuviesen relación alguna con mi familia y esta finca pero no lo recordaba. Hurgué en mi memoria, milímetro a milímetro, pero nada. Esto me inquietó, pero soy hombre paciente y pensé que ya más tarde encontraría con más sosiego alguna respuesta que me satisfaciera.
   
 Felicité a la señora Ángeles. Le dije que no me extrañaba que algunas personas no quisieran trabajar allí por sus dimensiones: era mucho el trabajo que requería la casa para mantenerla en aquel magnífico estado de conservación y limpieza. Ordené a Nando que entrara leña en cantidad, cosa que hizo con la ayuda del jardinero. A la Sra. Ángeles le pedí que me trajera provisiones para pasar unos días en la mansión. No deseaba regresar al hostal, quería revisar aquella inmensa casa, hacer mía la biblioteca, revisar la documentación de la finca, gozar de la sensación de ser el dueño de un lugar tan cargado de historia.
    Nando dijo que prefería dormir en el hotel. La señora Ángeles se quedó mirándome con cara de asombro, pero José, el jardinero, dirigiéndose a mí con mucho respeto, casi timidez, me recomendó que no me quedara solo en la casa. Su voz se entrecortaba al decírmelo, como si tuviera miedo de alguna cosa… Le pregunté porque me decía que no me quedara y, aún mas asustado me contestó que a veces, por la noche, se oían ruidos muy extraños y que todos decían que en la casa habitaban fantasmas… Me puse a reír sin contemplaciones, les dije que no se preocuparan por burdas supersticiones y que cumplieran lo que les había pedido. Estaba decidido a quedarme en Casa Roldors, en mi casa, durante unos días.




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