LA PROEZA DE VIVIR

LA PROEZA DE VIVIR
Mira siempre con los ojos del niño que fuiste

martes, 18 de mayo de 2010

SIN TITULO POR EL MOMENTO...





IV

Por aquel entonces ya había finalizado hacia tiempo la guerra en Europa. Hitler había caído bajo el peso de los aliados y los comunistas y Berlín, dividido en dos, sufría su suerte con germana resignación. Desde hacía muchos meses, yo ya tenía alojados en una propiedad mía, en un pueblo cercano a los Pirineos de Girona, a mis tíos René y Cristal, quienes se habían ido acercando desde Provenza en cuanto entraron los alemanes en Francia, pues mi tío René era judío-cristiano, francés, pero al fin y al cabo judío. Yo no lo sabía, nunca lo dijeron a nadie, pero creo que eso fue, justo, lo que los salvó.

Después de unos días de convalecencia en casa, pensé que aquél era un buen, un inmejorable momento para visitarlos, ya que, a la vez, podría verlos, descansar, recuperarme y saber de una vez de por todas qué finca se escrituraba en aquellos antiguos documentos en los que se nos relacionaba con el mítico Conde Arnau.

Salí de Barcelona en un Stromber negro, un hermoso taxi que vino del Lluçanés a buscarme, y que me habían recomendado para hacer un viaje de aquellas características, pues el conductor y dueño del mismo, era muy buen conocedor de la ruta que debíamos seguir. Lo alquilé para que estuviera conmigo tanto tiempo como lo necesitara. Aunque yo pensé que lo tendría a mi servicio unos diez días, resultó luego ser mucho más.
Estábamos ya cerca del Lluçanés, tenía hambre y le dije al chofer que parara para comer. En el restaurante, pequeño pero acogedor, había dos chicas jóvenes que resultaron ser de Provenza. Eran muy simpáticas y agradables. Después de unas cortas presentaciones que resultaron muy alentadoras me permitieron que me sentara con ellas. Me contaron que habían venido a ver a unos parientes y, hablando de cosas banales y riendo con las chicas, se pasó el rato de tal manera que cuando quise darme cuenta se hicieron las seis de la tarde, ya noche cerrada.
Marlene y Ellen, que así resultó que se llamaban las dos jóvenes, dijeron que tenían que regresar. Estaban alojadas en casa de unos parientes de una de ellas que vivían en un pueblecito cercano, y no querían que se preocupasen por ellas. Se había hecho un poco tarde. Acepté la situación no sin un poco de fastidio, pues no solía tener momentos como aquellos habitualmente, pero también yo debía reemprender el camino. Le di dos besos en las mejillas a Ellen, pero cuando se los fui a dar a Marlene, sin querer, nuestros labios se rozaron. Fue un levísimo contacto, pero la sensación que me produjo fue tan agradable que me di cuenta de inmediato que aquella chica me gustaba. Pero ellas debían marcharse, y yo también. Y así nos despedimos. Y tal vez fuese mejor así.


El chofer, conocido por el diminutivo de Fernando “Nando”, un hombre que resultó ser verdaderamente campechano y servicial y nada entrometido, se había pasado la tarde durmiendo en un sillón delante la chimenea. Como se le veía satisfecho y despejado, pensé que no habría problema alguno para reemprender el camino aunque ya hubiera oscurecido hacía un buen rato. Nando era un conductor experimentado y prudente, y no puso objeciones en que retomáramos la ruta a esas horas. Me aseguró que conocía perfectamente el lugar a donde nos dirigíamos y que las condiciones no parecían malas, así que mientras él conducía tranquilamente yo rememoraba la conversación mantenida con las dos chicas, o más bien me recreaba recordando la punzada que me había causado el roce de los jugosos labios de Marlene, o cómo se le marcaban los pechos debajo la blusa, incluso el movimiento de sus nalgas al marcharse… Un brusco movimiento causado por un golpe de volante, rompió de golpe el embeleso de mis pensamientos. Nando aflojó la marcha y me dijo que pararía en el primer hospedaje que encontrara ya que, cada vez, la carretera estaba más helada. No había necesidad alguna de arriesgarse así que, por supuesto, estuve de inmediato de acuerdo con él.


    Llegamos a un pueblecito que no debía tener más de 200 habitantes, pero en el que había un hotelito, antiguo y sencillo, pero, a la vez, limpio y acogedor. La señora que nos atendió, que resultó ser la dueña, era toda amabilidad.

Mi habitación era bastante amplia y tenía un gran ventanal desde el que, al día siguiente, descubriría tenía una vista maravillosa. Nando se aseguró preguntando a la señora, si íbamos bien para la casa Roldors, la señora se lo miró con cara de sorpresa preguntando:
-¿A casa Roldors van ustedes? -Nando respondió afirmativamente y señalándome con el dedo dijo –Si.  Este señor que ven aquí, el señor Joan, es el dueño. Faltó poco para que la señora se desplomara. Nos dijo que ella era la que tenía la llave de la casa. Que era la encargada de mantenerla limpia y en condiciones, pero que cada día le costaba más encontrar personas que quisieran ir allí a limpiarla, pues no se atrevían. Al preguntar el porqué, nos dijo: -La gente de pueblo es muy supersticiosa… La casa queda como muy sola. Les da miedo… A excepción del Sr. José, que es quien se cuida de mantener un poco decente el jardín y de Isabel… -dijo- Si no hubiera sido por ellos no sé cómo lo hubiera hecho para cuidar de una mansión tan grande – y añadió también no sin cierto secretismo- Desde la muerte del señor de la casa, no sabía quién me lo enviaba, pero cada mes recibo dinero para sufragar los gastos de mantenimiento. Le tuve que aclarar que el señor de la casa, título que a mí me sonó muy grandilocuente, era mi padre, y que, yo era, quien, desde su muerte, le enviaba el dinero. Ella sonrió satisfecha.
Cené frugalmente. Después de lo que había comido y las copas de la sobremesa en el restaurante con las chicas, no tenía mucha hambre, y me retiré seguidamente a mi habitación. Al fin y al cabo, yo estaba allí para descansar por recomendación facultativa, y no para más chácharas.

Al día siguiente me desperté pronto y con hambre. Me levanté y abrí las contraventanas: no me había equivocado. Ante mí se abría un paisaje maravilloso. Los primeros rayos de sol empezaban a relumbrar tímidamente en las montañas teñidas de blanco, y un inmenso, un inabarcable prado se extendía ante mis ojos, verde y magnifico. Allí, a unos pocos kilómetros de distancia se divisaba sobresaliendo de los árboles, orgullosa, la parte alta de una gran masía solariega, y desperdigadas por aquellos hermosos campos, se veían seis o siete casas de campo de aspecto más humilde pero no menos consistentes. Recuerdo que pensé, esta buena señora me ha acertado la habitación…
Bajé por las escaleras hasta el pequeño comedor del hotel reanimado. Una joven a la que apenas miré, me dijo “pase usted al comedor que enseguida le sirvo”. Me senté en la primera mesa que vi libre. Tenía hambre, y lo que era más raro en mí algo me perturbaba: estaba nervioso e impaciente. Lié y encendí un cigarrillo para calmar mi ansiedad, y no le había dado ni tres caladas cuando la chica entró portando una bandeja con café y leche, se acercó, me llenó la taza dejando la cafetera y la lechera y un periódico en la mesa. Esbocé un rutinario “gracias” y empecé a ojear distraído la prensa que resultó ser del día anterior. “No se merecen” contestó la chica algo nerviosa. Volvió a salir deprisa, para entrar de nuevo casi inmediatamente con otra bandeja con pan recién hecho, embutidos, mantequilla, mermelada y unos bollos que resultaron deliciosos. Era una joven despierta y muy activa, lo que me agrado. He de confesar que más que comer devoré mientras, de cuando en cuando, notaba que la chica me miraba tímidamente esbozando una sonrisa de complacencia: parecía que disfrutara más ella viéndome comer que yo comiendo.
Cuando terminé, salí a que me tocara el aire y a observar el paisaje más detenidamente, pues desde mi habitación que estaba situada en la parte posterior del hotel, mirando al este, ya había comprobado que había un sol radiante y unas vistas magnificas. El sol me daba de lleno, pero hacía un frío intenso. La brisa, aunque ligera, azotó de inmediato mi cara con su lengua helada, pero yo me encontraba bien. Sentía en mí renovarse por momentos las fuerzas perdidas por aquella maldita pulmonía. Volvía a ser casi, casi yo….
Se oyó el rugir de un motor y apareció Nando con su flamante Strombert, acompañado de la señora Ángeles, la dueña del hotel y me dijo: “Señor Joan, si lo desea nos podemos llegar ahora mismo a la casa Roldors, vaya…, a su casa”. Con una sonrisa subí al coche. El trato que aquella mujer me dispensaba me hacía gracia. Parecía una buena mujer, algo supersticiosa, pero agradable.
Salimos de nuevo al camino dirección norte, no habíamos andado quinientos metros cuando Nando giró a la izquierda entrando en un camino un poquitín más estrecho, también de tierra batida, y se dirigió directo al oeste. Circulamos unos tres kilómetros más en esa vía, para luego desviarse por un camino a la derecha que seguía casi en paralelo al principal. Pasamos entre dos grandes pilares de granito que servían de entrada a la finca. Las puertas de forja estaban abiertas y seguimos por un camino cuidado, delimitado, a ambos lados, por dos interminables hileras de grandes cipreses, que debían de haber sido sembrados en tiempos inmemoriales a la vista de sus gruesos y rugosos troncos. La luz de la mañana que se colaba entre sus impresionantes copas hacía crecer la expectación que aquel recorrido interminable había ido forjando en mí. Por fin llegamos a una gran explanada ajardinada, donde se erigía majestuosa la Casa Roldors: era imponente e inmensa. Desde el primer momento quedé impresionado ante su grandiosidad. Aquello no era simplemente una mansión en la que se podía albergar a un ejército, sino mucho más. A medida que nos aproximábamos intuí que detrás de sus soberbios muros había muchas respuestas esperándome.

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